Recogí un cadáver en la bahía de San Francisco. Una concha vacía y hermosa, vestigio de lo que una vez fue Esperando darle significado a dicho encuentro, la recogí de la arena y le puse un nombre, la guarde en el bolso cerca de mi pecho y la lleve conmigo durante el resto de mi aventura.
Al salir de San Francisco y con el ritmo de la vida misma, el cascarón comenzó a astillarse, pequeñas piezas comenzaron a desprenderse, me culpe por no cuidar de ese cuerpo inerte aferrándome a las piezas rotas esperando poder unirlas de vuelta, pero estas comenzaron a desmoronarse haciendo imposible dicha empresa. Entonces comprendí que hay belleza en dejar morir con dignidad ciertas cosas, que desde el momento en que la tomé de la arena aquel era solo el cascarón de algo que ya no es y que no será, ya había intentado explicarnos eso Mary Shelley con su Frankenstein, pero tal parece que nadie escarmienta en cabeza ajena y ahí andamos por la vida aferrándonos a cuerpos inertes, que no volverán al candor de lo que fueron cuando había vida en ellos.
Hoy este cadáver se queda aquí, en el Potomac, es hora de dejar descansar a los muertos.